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DELITO DE LA MIRADA DEL NIÑO. Luis Ángel Abad

La memoria es el territorio donde se pone al descubierto que en el conocimiento reside una encrucijada. La rememoración de la infancia es el momento donde atisbamos que el tránsito hasta el terreno de la memoria, nos ha puesto al pie de un abismo. El conocimiento se apoya sobre una proyección que nos construye de manera culpable .En la infancia, que no puede más que ser rememorada, reside excepcionalmente la sensación de un vértigo revelador.

El arte es capaz de recordarnos esta consecuencia trágica sin consumar en ello la posibilidad del sentimiento de felicidad. Más bien ofrece precisamente la felicidad en la experiencia pletòrica de ambivalencia, de tránsito, de un cambio de estado, mediante un principio crematístico que constituye en sentido estricto la sublimación como una opción vital positiva.

Pero si rememorar nace siempre de la amplitud de la ilusión, en un mundo que la ha perdido por un hastío de imágenes, esta dificultad ocluye la posi¬bilidad de la propia infancia. Cuando no nos es posible ser niños todo está perdido definitivamente, pues el conocimiento ha cerrado su propio ciclo perverso.

La obra reciente de Begoña Egurbide busca una vía de escape frente a esa fatalidad, cuestionándola desde sus raíces. Viendo ocluir los recursos expresivos desde la propia experiencia, la artista ha encontrado en la fotografía un camino insospechado. Insospechado porque aparentemente se trata de un medio explotado y porque maneja un objeto gastado, pero sobretodo porque recurre desde el ámbito de lo artístico a una técnica que redunda en una utilización ilusionista de la fotografía, transportándola a un marco receptivo dominado por un tono aparentemente común, revitalizado, que obliga al espectador a adoptar una actitud móvil.

Al recobrar la ilusión de la experiencia estética, las construcciones fotográficas de Begoña Egurbide descubren su potencial como medio específico. Se trata de un filón abierto desde la memoria. Se produce una adecuación entre medios y fines.

La reflexión sobre la memoria a partir de una secuencia de imágenes en movimiento, facilita la comprensión intuitiva de una construcción que es discontinua, fragmentaria, elusiva y dominada por las fantasmagorías. Perdidos en este escenario encontramos un itinerario peligroso hacia el lugar donde

Castillo de arena, detall.

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archivamos nuestras emociones, en un enclave que se nos ofrece como una caja de Pandora, pues nada podemos prever sobre las consecuencias que acarrea el aprendizaje de un acceso progresivo a nuestros recuerdos.

Aparece y desaparece la imagen, el relato se resquebraja, se suspende; y en esta suspensión adquiere una plenitud significadora. Es la escena que habíamos puesto en marcha la que queda suspendida, y pone en crisis un modelo de construcción narrativa dominado por la cultura cinematográfica, que nos proyecta sobre la construcción de una escena en suspenso.

La noción de fundido se vuelve central, pierde su carácter subordinado para postular su fugacidad como un hecho fundamental. Sobre un territorio que no llega a conformarse los extremos de una escena en marcha se eluden, y con su elusión se evita una pretensión de obviedad que esconde un tras¬fondo moral. El trasunto está entonces en el propio movimiento, en el impulso del deseo, en la proyección existencial del ser. Se activa así una pedagogía deconstructiva desde lo narrativo hasta (más allá de) lo semiótico. La escena estalla en el meantime. El momento abigarrado entre dos planos provoca una deflagración de los aspectos racionales de la narración. Por aquí cae la escena como narración moral, la fijación semiótica del plano, la propia estabilidad de la presencia de la imagen. Se condensa el plus fascinador de lo que estamos viendo, pues ya ni siquiera el hallazgo del punctum asegura más que fuga¬cidad de presencia.

Estamos ante un breve aparato deconstructivo. Las consecuencias finales de su poder regenerador apuntan un largo alcance. Se trata de una fisura abierta en pleno corazón del aparato de construcción narrativa contemporáneo. Por allí se cuelan los presupuestos de la persona, su condición cultural y enmascarada. Cae la condición moral de la narración y surge la pulsión desiderativa de la acción. Cae la fijación encorsetadora del signo y surgen la voluptuosidad de la forma y la impresión intensiva del color. Cae en fin el adulto y resurge el niño. Se renueva la capacidad creadora. La reflexión sobre la memo¬ria y la niñez se convierte entonces en una recreación de la memoria y la niñez. Hay una pérdida de conocimiento y el recuerdo de su volición original.

La nueva mirada que se abre en la contemplación incómoda de Infancia y Aprendizaje, asesina y redime a la imagen al convocar nuestra memoria desde la epilepsia narrativa. Podemos volver a recrearnos en el re-cuerdo de una infancia sin la cual estábamos locos. El recuerdo de la infancia nos recrea, y el arte vuelve a convertirse en un motivo de esperanza. El conocimiento se redime ahora que ya no es objeto de sí mismo, y vuelve a desplegarse sobre el cosmos, contenido potencial y expansivamente, explosivamente, en la mirada de cada niño. La felicidad depende de saber mirar al niño para poder mirar como el niño. El arte consiste en reconocer y perpetrar este delito.

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